Eran las nueve de la noche, aproximadamente, cuando como siempre cogido de la mano de mamá llegué a la habitación y después de sentarme en el borde de mi cama recibí el último abrazo materno diario seguido de las buenas noches y el beso de rigor.
Tuve, como cada noche, que pedirla que se quedara un rato más y que me contase un cuento, (hasta que me durmiese). Una vez terminó el relato y como quiera que no había conseguido dormirme, tuve que suplicarle casi entre sollozos, que no apagase la luz; cosa que hacía como cada noche momentos después cuando volvía para asegurarse de que dormía.
Aquella noche, no se por qué, me desperté allá por la medianoche. Era aquel un mundo nuevo para mí que hasta entonces no había conocido.
Parecía como si de pronto el negro hubiese secuestrado a todos los colores del arco-iris.
Era una noche oscura de súbitas penumbras, de sombras grises que a pesar de la oscuridad se proyectaban claras en la negra pared de la habitación.
No sabría decir si era una pesadilla hecha realidad o la cara oculta de esa realidad que hasta entonces no conocía.
Una parte de mí quería gritar, romper en llanto; en tanto que otra quedaba atrapada por la curiosidad de lo hasta entonces desconocido para mí.
Mientras tanto los peluches y muñecos de la repisa se habían convertido en pequeños monstruos cuya perversa mirada clavaban en mi, el trenecito y los coches de juguete parecían avanzar por el oscuro túnel de la habitación, en tanto que su tamaño y velocidad se hacían cada vez mayores en esa dirección cuyo avance se dirigía hacia mi como si quisiesen atropellarme.
Por un momento tuve que cerrar los ojos fuertemente y esconder la cabeza bajo la almohada para así eludir el miedo y el vértigo.
Aquella noche el pánico se apoderó de mi y sin poder evitarlo se me escapó un grito seguido de un llanto con el corazón "encogido". Alarma a la que de inmediato respondió mi madre, como si detrás de la puerta estuviese apostada; apresurada entonces, tras encender la luz se sentó en la cama abrazándome, y abrazándome yo fuertemente a ella como queriendo aferrarme a la realidad de un mundo que volvía a ser verdad:
Entonces para calmarme y hacer retornar el sueño a mis ojos, de nuevo retomaba las historias, los cuentos (que aún siendo los mismos de cada noche, cada vez me resultaban distintos), ya casi me los sabía mejor que ella y me permitía rectificarla y corregirle los cambios que sobre la marcha cada noche les hacia: Princesas de cabellos largos y dorados, príncipes valientes y rescatadores de las princesas de cabellos largos y dorados, nomos que ayudaban a los animales del bosque, campesinos pobres pero generosos, duendes buenos, y como no hadas: el hada madrina, el hada buena que convertía en realidades deseos y felices sueños.
- Tranquilo que ya estoy aquí -, me decía queriendo calmar mi angustia,
- todo ha sido un sueño, tenías una pesadilla -.
Así volvía a dormirme de nuevo, pero esta vez sin más miedos, pesadillas ni sobresaltos, hasta el día siguiente.
Las noches siguen siendo oscuras y sigo viendo aquellos monstruos, aquellas grandes máquinas que avanzaban hacia mi (los problemas de la vida diaria) y que acaban aprisionándome contra la pared de la realidad, produciéndome también miedos y angustias. Pero todo esto ya en otra habitación, sin aquellas viejas repisas, sin muñecos, sin coches ni trenes. Sin todo aquello (lo que más se acaba echando de menos), sin aquellas historias bonitas, sin cuentos que me ayuden a reconciliar el sueño con gentes y personajes buenos, de buena voluntad, pero sobre todo sin aquella mujer a quien aún no conseguí olvidar, la que me protegía del miedo rodeándome con sus brazos, bajo el manto protector de su cariño, que me besaba para hacerme sentir bien.
Que cruel se vuelve la vida, con su cruel realidad, cuando tras dormirte siendo niño con el calor de esos brazos, de ese pecho, de esa voz que te hacía sentir seguro, vivir en otra realidad paralela, utópica; despiertas en la fría realidad del ser mayor, en soledad y en la cruel verdad del presente. Tan solo nos queda el consuelo de recordar la niñez, de pensar en aquel pasado feliz y el de día tras día seguir preguntándonos:
¿A DÓNDE SE FUERON LAS HADAS?.
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